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sábado, 18 de mayo de 2024

CGPJ y azar

La falta de renovación de Consejo General del Poder Judicial (ya lleva más tiempo en funciones de lo que duró su mandato) es un runrún de fondo en este país. El último capítulo lo componen unas declaraciones del presidente del órgano donde dice que no va a dimitir y que rebajar las mayorías parlamentarias que se requieren para la renovación sería propio de «las leyes de una dictadura». También ha dicho que en caso de que se rebajaran las mayorías, los nombramientos tendrían «un componente político importante y eso sería gravísimo». Y lo ha dicho sin reírse, el tío.

A mí todo este sainete me recuerda a un libro que leí durante la carrera (Los principios del gobierno representativo, de Bernard Manin) y a un trabajo académico que hice sobre las ideas del autor. Vamos a ver si puedo desarrollarlo.

¿Cómo debe elegirse al Consejo General del Poder Judicial? Ahora mismo la Constitución dice que los 8 vocales del turno de juristas son elegidos por el Congreso y el Senado (cuatro y cuatro) por mayoría de 3/5. La Constitución no precisa cómo debe elegirse a los 12 vocales del turno de jueces, pero la ley copia el sistema del otro turno: elegidos por el Congreso y el Senado (seis y seis) por mayoría de 3/5. Es en este turno donde se está planteando cambiar el sistema de elección, porque no está fijado por la Constitución.

Pero hagamos política-ficción. Supongamos que tenemos mayoría suficiente como para modificar la Constitución y la Ley Orgánica del Poder Judicial a nuestro antojo. ¿Qué mecanismo estableceremos? En democracia se han usado dos (siempre para los del turno judicial, claro): elección por parte de los propios jueces y magistrados en elecciones internas y elección por parte de las Cortes Generales.

Desde el punto de vista democrático, la elección por parte de las Cortes es el sistema que parece más lógico. Separación de poderes nunca ha implicado absoluta división ni estanqueidad entre los mismos. La idea del sistema es establecer una serie de frenos y contrapesos que pueden incluir, por supuesto, la elección de uno de los tres poderes (o, más bien, de su órgano de gobierno) por parte del otro, siempre que haya sistemas suficientes para proteger su independencia. Tiene pleno sentido que sean las Cortes, como depositarias de la soberanía nacional, quienes elijan al CGPJ.

El problema, claro, es el que vemos: si cierta composición del órgano beneficia mucho a uno de los principales partidos, y este partido no tiene vergüenza, los mandatos se eternizan mucho más allá de su máximo legal. Y aunque no se eternicen, se forman banderías y acabamos hablando de vocales progresistas y conservadores.

Entonces ¿prescindimos del principio democrático y nos vamos a la elección interna? Ya que los políticos no saben elegirlo, que sean los propios interesados quienes seleccionen a sus gobernantes. Esto tiene un problema práctico, más allá de que sea absurdamente elitista, y es que el Consejo General del Poder Judicial no desarrolla acción política. Es un órgano gestor y consultivo, que impone sanciones, firma ascensos y traslados, evacúa informes y maneja presupuestos, pero no implementa un programa de gobierno.

Un principio básico de la elección es que debemos poder diferenciar a los candidatos entre sí. En unas elecciones a un cargo político (y me da igual que sean generales, autonómicas, europeas o locales) esto se consigue por medio de partidos que tienen distintos programas e idearios. Yo elijo a aquel cuyas propuestas más me convencen y le voto, porque quiero que lleve adelante esas propuestas.

Si se trata de la elección a un órgano técnico como es el CGPJ, el votante no tiene esa herramienta. Entonces ¿qué criterios tiene para votar? ¿Afinidad ideológica general a las asociaciones que presentan a los candidatos? ¿Deseo de conseguir prebendas si apoya a «los suyos»? ¿Corporativismo? ¿Una sosegada valoración técnica de los méritos de cada candidato? Ninguno de estos motivos parece suficiente, oportuno ni fácil de implementar, la verdad. El más interesante es el último, pero no hay ninguna razón para pensar que los jueces y magistrados vayan a ponerse de verdad a valorar el currículum de cada candidato (no más, al menos, de lo que lo hacemos los votantes ordinarios en las elecciones).

Entonces ¿qué sistema nos queda? Pues en el libro que he citado más arriba, Manin hace una encendida defensa del sorteo como mecanismo democrático. Al parecer, los antiguos atenienses desconfiaban de las elecciones, por considerarlas un método aristocrático: favorecen de forma clara a quienes tienen dinero y contactos para pagarse una campaña. Para muchos cargos, preferían el sorteo. El sorteo garantiza que todos los ciudadanos puedan aspirar al cargo y que nadie se eternice en un puesto, por lo que se dificulta la formación de élites que serían perjudiciales para la democracia.

Esta idea ha quedado desfasada, al menos en lo que se respecta a la selección de nuestros gobernantes. Elegir hoy en día por sorteo a los diputados y senadores es incompatible con nuestro paradigma. Ya no vivimos en la era de los griegos, y una idea básica del Estado liberal-democrático es la de consentimiento: los gobernantes lo son porque el pueblo les cede el poder. Es tan básica que muchas veces ni siquiera se enuncia, y es de estas concepciones contra las que no tiene mucho sentido ir.

Pero ¿y en cargos como los del CGPJ? Órganos técnicos y gestores, con un margen de acción muy tasado, donde, superada una criba inicial de cualificaciones, no importa demasiado quién ocupe los puestos. En el trabajo que hice en la carrera sobre el libro de Manin proponía precisamente la elección del CGPJ, ya que ello (y hago eso tan cargante de citarse a uno mismo), «soslayaría al menos las conexiones directas entre órganos disciplinarios y poder político, y los amiguismos, corporativismos y demás lacras de la elección interna». Sí, en la carrera ya era un redicho y un pedante.

Cuanto más pienso en ello, más me gusta la idea. Candidatos propuestos por los profesionales (jueces, abogados, profesores), una serie de comparecencias en sede parlamentaria para descartar a los menos capaces y, por último, un sorteo. Nombramos a los veinte que salgan y que estén sus cinco añitos. Y cuando estos transcurran, la renovación puede instarse casi de forma automática, sin necesidad de conseguir acuerdos amplios y sin que el encastillamiento de un partido provoque retrasos.

Más aún, en órganos elegidos por sorteo entra en juego lo que otro filósofo de nombre francés (aunque este es yanqui), Philip Petit, denomina la mano intangible. La mano intangible es el mecanismo psicológico por el cual los miembros de un órgano colegiado se ven impulsados a ser razonables y a llegar a acuerdos con los demás. Como nadie quiere pasar vergüenza y todos los demás miembros del órgano están valorando nuestra actuación, trataré de ser sensato.

Para que se aplique la mano intangible es importante que los miembros del órgano no tengan interés personal en el asunto que se trata. Es decir, que es imposible que llegue a aplicarse en el CGPJ actual, donde todos han sido propuestos por un partido y se juegan, por tanto, seguir llevándose bien o no con ese partido. De ahí que se hable de bandos. Sin embargo, si se eligiera por sorteo, ese incentivo desaparecería. Ninguno de los vocales le debe nada a nadie, todos están ahí por azar. El CGPJ sería parecido a una mesa electoral o a un jurado, institución que Petit pone de ejemplo de ente donde funciona la mano intangible.

Todo lo anterior no deja de ser una especulación. Existirían medios más sencillos para destrabar la elección del CGPJ, como, por ejemplo, quitarle poder al órgano: si el Consejo deja de elegir a los magistrados del Supremo, de repente a nadie le interesa controlarlo. Y si esta idea ni siquiera está sobre la mesa, como para proponer la selección aleatoria. Sin embargo, creo que es una reflexión interesante sobre cómo podrían funcionar las instituciones. Porque lo que conocemos no es lo único posible.

 

 

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lunes, 29 de abril de 2024

Un concejal masoquista

El asunto del concejal coprófilo ha sido asqueroso y desagradable, y cómo será la cosa que lo que peor ha olido no han sido las aficiones del susodicho sino la reacción del público. Para quien no sepa de qué hablo, me refiero a Daniel Gómez, concejal del PSOE en el municipio toledano de Illescas, que dimitió hace poco por «razones personales». Al parecer, se había filtrado que al hombre le gusta el BDSM, ¡y como sumiso! Claro, algo así no podía consentirse. El alcalde, también del PSOE, le pidió su dimisión. 

En grupos de WhatsApp andaban corriendo imágenes suyas de hacía 5 o 6 años, antes de entrar en política. Más en concreto, eran anuncios donde se ofrecía como esclavo para prácticas de humillación y scat y en los que mostraba incluso su DNI y su número de teléfono. Una vez ya había dimitido se filtró un último vídeo en el que aparecía comiendo heces en su antiguo lugar de trabajo, y eso ya ha sido como abrir la caja de los truenos. Como resulta que este concejal era del PSOE, todas las cuentas de periodicuchos y de agitadores han empezado con la matraca de que si el concejal enfermo, de que si en manos de quién están nuestros niños (Gómez era concejal de Infancia, Juventud y Familia), de que si el PSOE no sé qué… En fin, lo de siempre.

No puedo evitar que este caso me recuerde al de Olvido Hormigos. Esta señora tuvo después una cierta fama como colaboradora de Telecinco, pero por lo que se hizo conocida fue por un escándalo similar: ella envió un vídeo suyo masturbándose a su ex pareja, y posteriormente ese vídeo fue colgado en Internet. Todos los implicados fueron absueltos, porque en aquella época el delito de descubrimiento y revelación de secretos solo castigaba a quien vulnerara ilegítimamente la intimidad de alguien (apoderándose de sus papeles, interceptando sus comunicaciones, poniendo aparatos de grabación), y la pena era mayor si luego se difundía el resultado. No era lo que había pasado aquí.

Por cierto, que este caso sirvió para que cambiaran la ley. Ahora el Código Penal castiga a quien obtenga imágenes o grabaciones íntimas con consentimiento del afectado y luego las difunda sin dicho consentimiento. Y se castiga incluso la redifusión, es decir, la actuación del que recibe una de estas imágenes o grabaciones y las cede a más personas, con lo que amplifica el efecto. Esto es un apunte al margen que no se aplica al presente caso (por lo que parece, era el propio Gómez quien publicaba sus anuncios en internet, y ahí ya no hay intimidad que vulnerar), pero siempre está bien recordar que este delito existe.

El caso de Olvido Hormigos fue en 2012, y parece que no hemos mejorado nada. Han pasado 12 años, pero aún se nos caen los monóculos en el té y fingimos vahídos cuando descubrimos que a un representante político le gustan cosas un tanto raras para hacer en la cama. Como si las aficiones particulares de alguien fueran un indicador de lo buena o mala que va a ser su gestión pública, o como si las personas a las que elegimos para un cargo tuvieran que responder a nuestros ideales éticos. Un poco triste, la verdad.

Sin embargo, miles de cuentas de Twitter indignadas podrían hacerme el favor de señalar dos diferencias obvias entre el caso de Hormigos y el de Gómez. Es lo que han hecho, sin establecer la comparativa pero sentando dos grandes argumentos que justifican que dimita el concejal de Illescas y que no se aplicarían al caso de 2012. Primero, Gómez está enfermo: ¡le gustan las prácticas extremas! Y segundo, su concejalía era la de Infancia: ¿es que nadie va a pensar en los niños?

Vamos a la primera objeción. La idea de vincular enfermedad con prácticas sexuales no normativas es tan antigua que ya aburre. Y no va a ningún sitio. Es puro dictamen moral: esta persona realiza una práctica que no entiendo o que me da asco y que está fuera de la normatividad, así que está enferma. Todo el campo semántico de la enfermedad y la repulsión se utiliza aquí como juicio moral, normalmente acompañado de tonito de indignación, lo cual permite sospechar que lo que late detrás no es una pura y desinteresada preocupación por la salud del prójimo.

Tengo una mala noticia para los indignados: aunque los trastornos parafílicos siguen dentro de los manuales diagnósticos, su uso es muy residual, porque se considera que en la mayor parte de casos entran dentro de la libertad sexual del sujeto. Si nos vamos al famoso DSM-V, que tiene las parafilias a partir de la página 373 del documento (426 del PDF), vemos que estas tienen siempre dos elementos comunes: sentir atracción sexual por cosas raras (mirar a la gente desnuda, exhibirse, causar dolor) y que dicha atracción perjudique a terceros o altere la propia vida del sujeto que la sufre.

Así, el trastorno de masoquismo está definido por dos criterios:

  1. Durante más de 6 meses, excitación sexual derivada del hecho de ser humillado, golpeado, atado o sometido a otro sufrimiento, y que se manifiesta por fantasías, deseos irrefrenables o comportamientos.
  2. Las fantasías, deseos irrefrenables o comportamientos causan malestar clínicamente significativo o deterioro en lo social, laboral u otras áreas importantes del funcionamiento.

 

Es decir, lo que caracteriza el trastorno es el hecho de que te impida funcionar con normalidad, no que tú tengas tales o cuales fantasías o realices tales o cuales prácticas sexuales no normativas. De hecho, el DSM-V lo considera en remisión total cuando pasan 5 años sin que haya malestar significativo ni problemas sociales, laborales o en otras áreas del funcionamiento. Lo repetiré: el trastorno no remite cuando desaparecen las fantasías o comportamientos masoquistas, sino cuando estos dejan de afectar al sujeto. Si tú llevas tu masoquismo sin que influya en esas áreas, no hay trastorno.

Bajando de nuevo a nuestro tema, no se sabe si estas conductas afectaron a Gómez en áreas importantes de su funcionamiento, o si las vivió (o incluso si los sigue viviendo) de forma inocua para él, con gusto y con gozo. Y no, la decisión de filtrar sus vídeos y anuncios con el fin de acabar con su carrera política no puede considerase deterioro, porque se deriva de la acción maliciosa de terceros, no de la forma en que el sujeto vive su masoquismo.

Una derivación secundaria de este argumento es que la ingesta de heces puede derivar en problemas neurológicos. Como en Twitter todos sabemos de todo, discutí con unos cuantos listos que pegaban capturas de pantalla de titulares según los cuales hay correlación entre coprofagia y daños cerebrales. Y hombre, yo no voy a decir que comer caca sea sano, pero diagnosticarle un daño neurológico a una persona de la que se sabe que ha ingerido esta sustancia una única vez suena más, de nuevo, a juicio moral que a preocupación sanitaria.

Pero es que hay otra cosa. Supongamos que fuera cierto que el masoquismo de Gómez deriva de una depresión, de una falta brutal de autoestima o de cualquier otra circunstancia psicológica. O supongamos que de verdad tiene algún daño somático debido a la ingesta de sus propias heces. ¿Eso le tiene que impedir participar en política y gestionar los asuntos públicos? Pues tampoco se ve por qué. Las personas enfermas, e incluso las discapacitadas, gozan de todos sus derechos, entre ellos el de presentarse a un cargo público. Y que a alguien le vaya mal en una faceta de su vida o tenga quebrantada parte de su salud no quiere decir que no vaya a saber hacer su trabajo.

Es aquí donde viene al rescate el segundo «argumento»: ¡es que es concejal de Infancia! Esta gente no sé qué se creerá que es un concejal, pero no es un profesor, un monitor de tiempo libre ni nadie que trabaje directamente con menores. Es un señor que se pasa el 80% de su tiempo de trabajo en un despacho o en una sala de reuniones, y cuya tarea es decidir y ejecutar políticas. No hay ninguna manera de que lo que hace este señor en privado pueda afectar a los niños del pueblo donde desempeña sus funciones. La tan manida pregunta de «¿tú dejarías a tus hijos solos con él?» es estúpida: con independencia de lo que yo haría con mis hipotéticos hijos, el hecho es que este señor no se queda a solas con menores. La afectación a la infancia de sus gustos sexuales es tan intensa como si fuera concejal de Obras Públicas.

En fin, para sorpresa de nadie, una vez que miramos con atención todas estas apelaciones a la salud mental y a la pobre infancia, no queda más que matonismo. Quiero poder llamar a alguien degenerado y, cuando se queje, decirle que solo le digo eso desde la objetividad y la razón. Incluso que la ciencia demuestra que es un degenerado sin ninguna clase de moral. Qué bien me voy a sentir. Qué buena persona soy.

Si empezábamos hablando de Olvido Hormigos, vamos a terminar hablando de Cristina Cifuentes. Porque aquí la filtración no ha sido casual: tiene toda la pinta de ser una maniobra para descabalgar a un político molesto, exactamente igual que en el caso de las cremas que acabó con la madrileña. Alguien guardó pruebas de una conducta relativamente inocua (prácticas sexuales no normativas en un caso, una falta de hurto en otro) a la espera de poder usarlos, sabiendo que causaría más impacto que pruebas de otros comportamientos más lesivos. ¿Por qué? Porque contaba con la pacatería de una parte importante de la población.

Al final, lo que queda es tristeza. Tristeza de ver que somos incapaces de aceptar sin juzgar que alguien realiza prácticas que no nos gustan, que no entendemos o incluso que nos repugnan. Que falta educación sexual en todos los estratos de la población. Que lo que hagan de mutuo acuerdo dos o más adultos no los incapacita para desempeñar un trabajo o gobernar un pueblo. Que las malas decisiones tomadas hace años no deberían hipotecar a una persona durante el resto de su vida.

Esa es la verdadera mierda de este caso.

 



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sábado, 27 de abril de 2024

Legítima defensa

El caso del señor mayor que mató a un ladrón que se coló en su finca ha desatado ríos de tinta (sobre todo, tinta digital). Los periódicos inventabulos de la derecha se han apresurado a fabricar un caso con todos los elementos habituales: los extranjeros vienen a robarnos, nuestros pobres ancianos están desprotegidos por la ley, el buenismo por aquí, la legítima defensa por allá, ya nos gustaría ver en la vida real a todos los letrados de salón que defienden al delincuente, etc. Lo de siempre. El hecho de que el jurado y los jueces hayan dado la razón a la acusación y condenado al anciano por homicidio (si bien a una pena muy atenuada) no ha hecho más que darles alas en su delirio.

Si buscas en redes sobre el caso te encuentras a un montón de cuentas similares diciendo tonterías sobre que si alguien irrumpe en tu casa y te ataca con una motosierra tú tienes derecho a pegarle un tiro. Lo cual indica que hablan de oídas, porque eso no es en absoluto lo que ha ocurrido aquí, ni por parte del ladrón (que no irrumpió en casa de nadie con una motosierra) ni por parte del asesino (que no se limitó a pegarle un tiro al otro).

Para centrar el análisis, veamos qué es la legítima defensa. La legítima defensa es una eximente. Las eximentes se aplican cuando alguien ha cometido un delito (un hecho tipificado como tal por la ley), pero no se le impone una pena porque se considera, dadas las circunstancias, que su actuación estaba justificada o era comprensible, o bien que la persona no podía actuar de otro modo. Algunas de las eximentes del artículo 20 CPE son legítima defensa, estado de necesidad, miedo insuperable, alteración psíquica o intoxicación plena por alcohol o drogas.

La legítima defensa se define como la «defensa de la persona o derechos propios o ajenos», y tiene tres requisitos, definidos también por el Código Penal:

  1. Agresión ilegítima. Tiene que haber un tercero que me esté amenazando a mí o a otro. La ley define algunos casos especiales de qué se considera agresión ilegítima.
  2. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión. Este requisito atiende al principio de proporcionalidad: si el ataque es leve, no se puede responder con medios graves. Se tiene que usar la fuerza necesaria para defenderse y no más.
  3. Falta de provocación suficiente por parte del defensor. Es decir, no puedo provocar a alguien para que venga a pegarme, partirle la cara y ampararme en la legítima defensa.

 

Si la legítima defensa no cumple todos los requisitos, se considera atenuante, no eximente: reduce la pena en vez de anularla. Y si el incumplimiento está muy caracterizado (no hay agresión ilegítima, la desproporción entre agresión y defensa es abismal, el defensor provocó el incidente), se puede llegar a anular por completo y no tenerla en cuenta ni siquiera como atenuante.

¿Qué ha pasado en este caso? Bueno, ante todo lo que ha ido diciendo la prensa, yo he preferido irme a la sentencia. Su relato de hechos probados establece que a las 2 de la madrugada del día de los hechos, el dueño de la finca se despertó y salió de paseo a ver los riegos. Advirtió daños en la finca, regresó al dormitorio y cogió su escopeta. En ese momento se percató de que había un hombre en un cuarto de herramientas, situado a 15 metros de distancia, junto a la puerta de entrada de la finca. Este hombre llevaba una motosierra apagada y enfundada, que acababa de sustraer del cuarto de herramientas.

El dueño se dirigió hacia el ladrón apuntándolo con la escopeta. El ladrón se agachó sin esgrimir la motosierra, pero el otro siguió acercándose y, cuando estaba a entre 5 y 10 metros, le disparó en el tórax. El ladrón giró sobre su propio eje y el dueño de la finca le disparó otra vez, ahora por la espalda. Tras eso, el dueño entró de nuevo en su casa, cargó otra vez la escopeta y volvió a salir para dispararle un tercer tiro al ladrón, aunque este disparo ya no tuvo resultado lesivo porque en ese momento el otro ya había fallecido. Una vez hecho esto, el tirador llamó al 112 y se entregó.

Esta descripción de hechos (insisto, los probados en la sentencia) se diferencia de la legítima defensa como la noche y el día. Al final la pena ha sido por homicidio. La acusación pedía asesinato, pero ese delito requiere una serie de circunstancias agravantes, como alevosía o ensañamiento, que el jurado no ha apreciado. Los hechos son simples: el hombre sorprendió a un ladrón y, sin desear directamente su muerte pero representándose esta como probable o posible (lo que se llama dolo eventual), le pegó dos tiros en zonas vitales. Un homicidio de libro.

Por supuesto, si la acusación intentaba alegar agravantes, la defensa alegaba atenuantes y eximentes, entre ellas la legítima defensa. No cuela. Uno podría pensar que, dada la evidente desproporción entre ataque y defensa, el que falla es el segundo requisito, el de la necesidad racional del medio empleado. Pero es que va más allá: el jurado considera que no había finalidad o necesidad de defensa. El ladrón no atacó al dueño de la finca; antes bien, al verle acercarse con la escopeta, se encogió. Ni siquiera hay lo que se llama legítima defensa putativa, que es la que se da ante una agresión que solo existe en la cabeza del defensor. El jurado concluye que la defensa es más un pretexto que una circunstancia real y, por ello, no puede funcionar como eximente ni como atenuante.

Es cierto que el Código Penal permite también la legítima defensa contra agresiones a los bienes, y aquí se estaba cometiendo una agresión ilegítima contra los bienes del dueño de la finca (le estaban robando una motosierra), pero resulta muy difícil también hablar de legítima defensa. El dueño de la finca no encañonó al ladrón y le dijo que se fuera, no pegó un tiro al aire, ni siquiera le disparó a las piernas. No, no: un primer tiro al tórax que le hace rotar, un segundo disparo por la espalda, un paseo hasta la casa para recargar, un tercer disparo contra quien era ya un cadáver y después volver a casa sin comprobar el estado de la víctima. Todo ello frente a alguien que se encogió en cuanto le vio llegar. El juez en la sentencia llega a hablar del «comportamiento falto de escrúpulos y de humanidad» del asesino, y uno no puede por menos de coincidir.

Los abogados del condenado intentaron también alegar la eximente de miedo insuperable (incompatible con la de legítima defensa), pero tampoco coló. La pena, eso sí, se reduce, porque se aplican dos atenuantes: alteración psíquica (el condenado padece un trastorno delirante y un trastorno mixto de la personalidad) y confesión de los hechos. Al final, seis años y tres meses de prisión, así como una responsabilidad civil de casi 160.000 € a repartir entre padres y hermanos de la víctima.

Y no hay mucho más que hacerle. La legítima defensa existe, por supuesto, pero tiene límites y es contextual. No es lo mismo alguien armado que entra en tu casa que alguien no armado que, sin penetrar en tu casa, roba una herramienta de un cobertizo que hay en la misma finca y ya está saliendo cuando le sorprendes. Contra el primero puede caber liarse a tiros (recientemente ha habido una absolución por un caso similar); contra el segundo ni de coña.

Esa tontería de «si alguien entra en mi casa puedo responder como quiera» está tomada de la cultura yanqui, aunque hay mucho bulo en ella y luego la práctica jurídica varía mucho según el estado (1). Ningún derecho es nunca absoluto, y el hecho de que alguien se introduzca en los espacios que consideramos importantes no quiere decir que las garantías legales dejen de aplicarse. Por mucho que los antiguos ingleses dijeran aquello de «mi casa es mi castillo», eso no significa que una vez se traspasa la puerta de entrada hayamos entrado en un mundo sin más ley que la voluntad del dueño.

En este caso no hay un delincuente, sino que hay dos: un ladrón y un homicida. El primero ya pagó con su vida; el segundo lo hará de una manera más habitual: con años de cárcel, que quizás se suspendan debido a su edad y patologías, y con una abultada responsabilidad civil. No había otra opción.

 

 

 

 

(1) Para empezar, no siempre está claro dónde empieza y dónde acaba la morada.

 

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domingo, 14 de abril de 2024

Mahomenos

«Los musulmanes más fanáticos eran llamados muysulmanes. Y, por el contrario, los que solo cumplían en parte los preceptos de Mahoma eran mahomenos». Esta chorrada de Les Luthiers siempre me viene a la cabeza cuando se habla del Islam y del fanatismo (real o supuesto, según los casos) que se atribuye a sus creyentes. Ya podemos estar hablando del más cruel ataque de ISIS, que el circuito de mi cerebro que se dedica a las gilipolleces va a estar pensando «mira, esos eran muysulmanes». Aunque no siempre lo digo, claro está.

Esta introducción viene a cuento de un vídeo que vi el otro día, donde Samya, una concursante de MasterChef, de origen marroquí pero que lleva en Madrid desde los 3 años, confesaba tomarse su religión de forma bastante relajada («yo soy musulmana pero de vez en cuando»). Bebe alcohol cuando sale de fiesta, no reza cinco veces al día, hace un Ramadán intermitente y, aunque no llegó a decirlo, probablemente coma cerdo. Una mahomenos de manual, vaya.

El vídeo había sido publicado por una cuenta con la bandera marroquí en el nombre, y se llenó de musulmanes diciendo tonterías sobre la indecencia y la impudicia. Cómo vas a ser musulmán a ratos, decían. Por supuesto, las respuestas vinieron de fachas locales, con las estupideces habituales sobre comer jamón, aunque a algunos parecía que les había crecido precipitadamente un sentido de orgullo hacia nuestra sociedad laica, en la que Samya puede tomar esta clase de decisiones sin que a nadie se le mueva una ceja.

La cosa es que… a mí no me parece para tanto. Me parece, de hecho, lo normal. Lo que debe suceder en cualquier país democrático funcional: que la gente le haga un caso justito a las estupideces del cura de turno, llámese como se llame y adore al dios que adore. Que cada cual se construya sus ideas a su medida, incluyendo creencias religiosas o no religiosas. Y, por supuesto, que cada cual decida la importancia que le da a dichas ideas y creencias.

La religión es, por encima de todas las cosas, una fuerza de control y cohesión social. Sirve para estructurar la sociedad, para darle a todo el mundo unas mismas coordenadas mentales, para aportar un sentido de lo correcto y de lo incorrecto y para crear una élite que lo gestione todo. Nos dice qué debemos esperar de los demás. Permea los momentos más importantes de la vida de los fieles, su comida, sus relaciones personales (y, por supuesto, sexuales), su actitud hacia los demás, etc.

Algo así va mucho más allá del texto de los libros sagrados o de la relación íntima que el creyente piense que tiene con la deidad. Es algo social. En lugares donde existe una religión mayoritaria y arraigada, una persona no puede salirse de estos mandatos, aunque haya llegado a la conclusión de que no tienen sentido para él o incluso haya dejado de creer en el dios que los ordena. En el peor de los casos, hay sanciones legales: lo habitual de las religiones mayoritarias es convertirse en moral social y que el poder civil (si es que lo hay) pueda castigar ciertos pecados. Y si no hay sanciones legales, las hay sociales. El miedo al escándalo y a que te señalen puede ser más fuerte que el miedo a la ley.

No hace tanto tiempo, España era así. Pienso por ejemplo en el luto, codificado según grado de parentesco. O en los certificados de buena conducta que tenías que pedirle al cura. O en el hecho de que no pudieras casarte si no era pasando por un sacerdote católico: técnicamente existía un matrimonio civil, para las parejas en las que ninguno fuera católico, pero demostrar la acatolicidad en esa época era comprensiblemente difícil. Todo estaba hecho para los católicos.

Claro, luego llega la democracia y el invento se hunde. Aquí sí que hay un salto generacional muy grande. Los que eran jóvenes y adultos en 1975 han vivido vidas más o menos acordes a la norma católica. Aprovecharon las ventajas de la democracia (como el divorcio o el aborto) y muchos fueron alejándose de la Iglesia, pero siguieron considerándose católicos. Son esa gran masa de «no practicantes», a los que es muy difícil pillar dentro de una iglesia salvo en ceremonias sociales, y que incluso critican al papa y rechazan algunos dogmas, pero que si les preguntas contestarán que son católicos.

Sus hijos, nacidos entre finales de los ’80 y principios de los ’90, somos otro rollo. Muchos en esta generación empezamos la vida como hijos de católicos: bautismo, catequesis, comunión, el pack completo (1). Pero luego, al crecer y al empezar a tomar nuestras propias decisiones, eso se fue al cuerno. La religión no estaba presente en nuestras vidas ni en nuestras sociedades, era algo ajeno y un tanto rancio: ¿por qué íbamos a volvernos a ella para, por ejemplo, casarnos? Esta generación es la de las parejas de hecho, las no monogamias, la experimentación relacional y sexual y, para quienes deciden «sentar la cabeza», el matrimonio civil.

Lo del matrimonio civil me fascina. En el año 2000, el matrimonio católico era en torno al 75% del total. Cayó en picado y en 2009 ya había más matrimonios civiles que canónicos. En 2022, último año del que hay datos completos, el matrimonio canónico es en torno a un 19% del total. En menos de un cuarto de siglo se ha hundido el porcentaje a menos de una quinta parte de la sociedad española, y la tendencia sigue. Lo cual nos lleva a la siguiente generación, la de los chavales que ahora son niños y adolescentes: han nacido, probablemente, de una pareja que no estaba casada por la Iglesia. Es decir, de una pareja que no tiene demasiado interés en bautizarlos (suponiendo que encontraran parroquia donde les dejaran) ni en criarlos como cristianos. La brecha se sigue ensanchando.

Solo dos ideas más, una anécdota y un dato. La anécdota es que es fascinante cómo los obispos han desaparecido de la vida pública. En la época de Zapatero, incluso encabezaron manifestaciones y lanzaron homilías contra el Gobierno. Era un machaque continuo: Rouco Varela no se caía de las primeras planas, el cabrón. Ahora, a pesar de que tenemos en el Parlamento un partido de extrema derecha con obvias bases cristianas, ni hay obispos en la vida pública ni ese partido hace demasiada promoción de lemas y conceptos católicos, salvo de pasada.

El dato viene del barómetro del CIS de noviembre de 2023, en el cual preguntan a la gente cómo se define en materia religiosa: los católicos practicantes son un 18,3%, los no practicantes un 37,3% y el grupo formado por indiferentes, agnósticos y ateos asciende a 39,2%. Es decir, los católicos son la mayoría de la sociedad, pero por poco y con una enorme masa de no practicantes, y los no religiosos alcanzan casi el 40%. Por cierto, que entre los que se definen como católicos, un 29,2% no va a ceremonias religiosas nunca (fuera de actos sociales), un 22,4% no va casi nunca, un 21,4% va varias veces al año y apenas un 25,7% va más de una vez al mes (2).

Esta es, muy a vuelapluma, la radiografía de la religiosidad española. Y ahora pregunto: ¿tan raro es que una chica musulmana que se ha criado aquí pase bastante del Corán, de Mahoma y de las prédicas del imán? ¡Si es lo que hace todo el mundo! Igual que en la España de hace un siglo, si no tienes otra opción, pues claro que te das grandes golpes en el pecho y compites con los demás para ser el más meapilas. Pero si la unidad religiosa no existe, si la libertad de conciencia está garantizadísima, si ves que cada cual vive como se le antoja y que todos hacen de su capa un sayo en materia de religión, ¿por qué no vas a hacer tú lo mismo? Coges los preceptos de la fe que dices profesar y te los adaptas a tu vida hasta sentirte cómoda con ellos.

Es la evolución normal de las religiones en las sociedades abiertas: disolverse y perder importancia. Me apresuro a decir, eso sí, que sé que no es tan fácil. En España, el Islam es una religión que se identifica como foránea, propia de inmigrantes. Y todos sabemos que, cuando un grupo de personas no puede integrarse en la sociedad donde viven, se vuelven a sus elementos culturales comunes para intentar conservar una identidad. Este proceso puede ralentizar la «disolución» del Islam. Supongo que es algo que todos intuimos, y por eso nos parece tan rara la actitud de Samya, cuando tendría que ser normalísima. Ah, sí, y eso significa que todos los racistas soplamierdas que no dejan de decir tonterías sobre comer jamón están, de hecho, dificultando que las religiones de los inmigrantes pierdan importancia y se integren en la ensalada de creencias en la que vivimos los demás.

Por último, también quiero comentar que en la reacción que ha tenido el vídeo ha influido que ella sea una chica y que sea joven. El arquetipo del hombre musulmán que bebe alcohol y no hace sus cinco oraciones diarias está más o menos establecido. Todos conocemos a uno, o nos han hablado de uno, o conocemos a alguien que conoce a uno. Pero ¡ay si una chavala joven hace lo mismo! ¡Ay si nos demuestran que las mujeres musulmanas pueden ser igual de pasotas que los hombres y resulta que no pasa nada! ¡Ay si nos quitan la excusa de salvarlas con la que disfrazamos nuestro racismo! Mujeres musulmanas con agencia y pasando de lo que les dice el cura: esto es algo que, como salvadores blancos, nos pica bastante.

Yo solo quiero desearle a Samya que sea muy feliz y que siga haciendo lo que se le ponga en las narices. Y ojalá sigan saliendo por la televisión más y más Samyas y se normalice lo que es normal.

 

 

 

(1) Lo pongo en primera persona porque es mi generación, pero yo, por suerte, no estoy bautizado.

(2) No es exacto, porque estos porcentajes abarcan también a creyentes de otras religiones que no son el catolicismo, pero estos son un exiguo 3,4% del total de la sociedad española.

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jueves, 28 de marzo de 2024

El sainete de Pedraz

El ridículo soberano del juez Santiago Pedraz ha sido la comidilla de la semana, y más que va a ser. El viernes pasado ordenó el cierre de Telegram en España, es decir, emitió un mandamiento a todas las teleoperadoras de España para que cortaran el acceso a este servicio, tanto por web como por app. Daba para ello el plazo de 3 horas desde la recepción de la orden. Pero entonces empezó el fin de semanas, que nos pasamos entre gente pasando proxys, gente advirtiendo de los riesgos que supone usar proxys de desconocidos y gente haciendo rechufla de la decisión judicial.

Su señoría se debió tirar el fin de semana recibiendo esta clase de rechuflas (aunque no por Telegram, supongo; tiene pinta de usar WhatsApp) y el lunes por la mañana pidió a la Policía un informe sobre las características de Telegram. Ese mismo día, apenas unas horas después, dictaba un segundo auto en el cual dejaba sin efecto el del viernes, con lo que la suspensión quedaba suspendida. Es decir, seguimos teniendo Telegram hasta que otro analfabeto con toga decida que es un peligrosísimo medio delictivo.

La progresión de los acontecimientos ha sido ridícula hasta decir basta. Todo esto viene de una denuncia de diversas productoras de televisión, como Movistar, Mediaset o Atresmedia, en relación a un delito contra la propiedad intelectual, es decir, de piratería. Aunque ha habido coñas sobre que se quejan de la gente que ve El secreto de Puente Viejo o El diario de Patricia, parece ser que esto va más bien sobre quienes piratean emisiones de deporte, que estas entidades retransmiten y que dan pingües beneficios. Así pues, las productoras denunciaron a una serie de personas que difundían estos contenidos por medio de Telegram.

La investigación se ha alargado durante mucho tiempo, y ello se debe a que Telegram tiene su sede en Islas Vírgenes (un territorio sometido a la Corona británica, pero que no es parte del Reino Unido), y este país no ha hecho mucho caso a las solicitudes del juez Pedraz. En julio de 2023 se remitió a este territorio una solicitud para que Telegram identificara a los titulares de las cuentas utilizadas para piratear, pero las autoridades virgenenses ni siquiera le comunicaron la solicitud a la empresa. Es decir, y esto es importante, el incumplimiento es de las autoridades de Islas Vírgenes, no de Telegram, que oficialmente ni siquiera sabe que debe identificar a los titulares de ciertas cuentas.

La falta de respuesta a esta solicitud tiene parada toda la investigación del caso, por no mencionar que los mismos canales de Telegram siguen pirateando. Así que el viernes pasado, el juez Pedraz, al tiempo que alargaba el plazo de investigación otros seis meses, decidió adoptar una medida cautelar: el bloqueo de la aplicación en toda España.

Las medidas cautelares son decisiones que adopta un juez para facilitar una investigación, evitar que la sentencia sea imposible de cumplir (por ejemplo, embargando los bienes del imputado, para que no huya con ellos) o, en el caso de que el delito se siga cometiendo, cese en su comisión. Hay muchas medidas cautelares posibles, y la suspensión de servicios de la sociedad de la información, la retirada de contenidos o el bloqueo del acceso a unos u otros está expresamente prevista en la ley.

Pero claro, que una medida cautelar sea posible en abstracto no significa que pueda adoptarse en cada caso concreto que le apetezca al juez. En general, para tomar cualquier decisión que afecte a derechos fundamentales (y aquí quedan comprometidos varios), es necesario que realizar una valoración de proporcionalidad consistente en cuatro pasos:

  • Finalidad legítima: es necesario que la medida restrictiva de derechos fundamentales busque un fin legítimo y relevante. En determinadas formulaciones de este test de proporcionalidad, la finalidad legítima no es el primer paso sino más bien un prerrequisito del test.
  • Idoneidad: la medida restrictiva de derechos fundamentales debe ser apropiada para conseguir dicha finalidad legítima. En este paso hay que valorar si la medida es eficaz para alcanzar nuestros fines.
  • Necesidad: la medida restrictiva de derechos fundamentales tiene que ser lo menos gravosa posible. Es decir, en este paso hay que valorar si existen medidas igual de idóneas pero menos dañinas para el derecho implicado. La limitación de derechos debe ser la estrictamente indispensable.
  • Proporcionalidad en sentido estricto: una vez que tenemos identificada una medida idónea y necesaria, hay que ponderar sus ventajas en relación a su finalidad y sus desventajas en relación al derecho sacrificado. Si con la medida hacemos más mal que bien (es decir, si sacrificamos el derecho fundamental con una intensidad superior al beneficio obtenido), no podemos implementarla.

 

Es más complejo (por ejemplo, algunos autores sitúan la necesidad después de la proporcionalidad estricta), pero la idea general es esta. Como es obvio, este test de proporcionalidad exige que quien lo realice sea especialmente cuidadoso, porque el fallo de uno solo de los pasos impide llevar a cabo la medida. Hay que motivar muy bien estos casos, y tener en cuenta todos los factores implicados.

¿Cómo motiva el juez Pedraz la suspensión por tiempo ilimitado de un medio de comunicación que usan 8,5 millones de personas? Con tres párrafos mal escritos (o dos, si consideras que el primero es más un planteamiento de la cuestión que la motivación en sí):

Esta reiterada comisión del delito contra los derechos de la propiedad intelectual justifica la adopción de las medidas cautelares interesadas al concurrir los principios de necesidad, idoneidad y proporcionalidad. Las medidas cautelares solicitadas se erigen como las únicas medidas posibles ante la falta de colaboración de las autoridades de Islas Vírgenes. No existe otro tipo de medida que pueda detener la reiteración de los hechos denunciados.

La medida es idónea porque su ejecución podría fin a la infracción de los derechos de la propiedad intelectual denunciada a impedir el acceso a través de la red TELEGRAM a los contenidos de los derechos citados.

La medida proporcional ante la gravedad de la conducta denunciada y en este análisis relacionarse con le necesidad de la medida.

 

El primer nivel, el de finalidad legítima, está claro: perseguir los delitos y evitar que se sigan cometiendo es un fin legítimo. Pero más allá de ahí, y diga lo que diga el juez Pedraz, el auto se cae. Para empezar, la medida no es idónea, ya que su ejecución no pondría fin a la infracción denunciada: existen diversos medios para saltarse un bloqueo de Telegram. La propia plataforma tiene herramientas para instalar proxys, y si no siempre existen VPN. Además, cabe razonar que quien más conocimiento tiene de estas medidas es, precisamente, quien utiliza la plataforma para delinquir, por lo que el bloqueo es más que inidóneo.

Aunque fuera idónea, no es necesaria, es decir, no es la medida menos gravosa posible: bloquear solo las cuentas sospechosas de estar delinquiendo sería mucho más respetuosa. Pero bueno, es que la necesidad ni siquiera se motiva en el auto.

En cuanto a la proporcionalidad estricta, el juez se limita a concluir que concurre «ante la gravedad de la conducta denunciada», lo cual es lo mismo que decir que es proporcional porque es proporcional. Una pura tautología que no va a ninguna parte. Cómo va a ser proporcional privar de su medio de comunicación a 8,5 millones de personas. Por ahí se mueve información oficial, activismo político, periódicos, convocatorias de actividades culturales, canales de contacto con empresas y profesionales… Si se cierra, se están sacrificando media docena de derechos constitucionales (libertad de expresión, de asociación, de reunión, de participación en los asuntos públicos, de empresa…) solo porque unas pocas cuentas andan compartiendo claves para ver el fútbol. Pues hombre, proporcional, lo que se dice proporcional, no es.

Es por eso que el lunes a primera hora Pedraz solicitó a la Policía «informe sobre la plataforma Telegram (características, etc.) así como la incidencia que pueda tener sobre los usuarios dicha suspensión temporal». Y el informe debió ser demoledor, porque ese mismo lunes se dictó otro auto que revocaba la suspensión. Este auto se ha difundido menos que el del viernes, pero es una pieza de humor judicial mucho mejor.

En el auto del lunes, Pedraz copia el auto del viernes, erratas incluidas. Ahora bien, acepta que en esos tres días ha aflorado «un hecho notorio que este instructor no puede ignorar: la posible afectación de múltiples usuarios ante una eventual suspensión». Lo del hecho notorio tiene su guasa. Los hechos notorios (aquellos que gocen de notoriedad absoluta y general, según la Ley de Enjuiciamiento Civil) están excluidos de la prueba. Es decir, pueden traerse al proceso sin necesidad de abrir un periodo de prueba, poque se supone que tanto el juez como las partes los conocen. Uno se pregunta, si tan notorio es que hay mucha gente que usa Telegram, cómo es que el juez no lo sabía de antes y por qué ha necesitado pedir un informe a la policía sobre el tema.

Después el auto dedica un párrafo a criticar a los usuarios de Telegram, que al parecer obtienen de esta aplicación «unos “beneficios” que otras plataformas no dan. Y todo ello bajo una “amparada privacidad”». La cita es literal, es decir, que las comillas irónicas las ha puesto el juez. Su señoría, que debe de estar bastante ardido con todo el asunto, llega a decir que los usuarios de Telegram aceptan la pérdida de garantías para la protección de derechos de terceros o, en otras palabras, que ceden derechos fundamentales a cambio de una supuesta privacidad. Señoría, por el amor de dios, que la intimidad también es un derecho fundamental.

Pero bueno, los usuarios de Telegram serán tonticos pero también hay que quererlos, o algo así. Ya que «si se acordara la suspensión lo cierto es que supondría un claro perjuicio a aquellos millones de usuarios que la utilizan», incluyendo empresas y otras organizaciones. Y termina diciendo que esto no es una cuestión de libertad de expresión o información, sino de si la medida es o no proporcional. Lo cual es estúpido, claro: la medida no es proporcional, entre otras razones, porque afecta a la libertad de expresión e información. A regañadientes, también admite que no se cumple el principio de idoneidad, «por cuanto los usuarios podrían utilizar una red VPN o un proxy para poder acceder a Telegram».

El último punto del auto es delicioso, porque es su señoría quejándose de Telegram (cuando, recordemos, esta entidad ni siquiera ha sido notificada de nada, porque son las autoridades de Islas Vírgenes las que están incumpliendo la orden). Dice: «Se podrá plantear que Telegram resultaría “impune” , que esté echando un “pulso” a un Estado de Derecho, etc.; mas ahora no se trata de “juzgar” a Telegram; sino de instruir una causa por un determinado delito que requiere una investigación y que precisa de una información que solo puede suministrar dicha plataforma. Como acontece con otras, que la suministran». Comillas, negritas y subrayados del auto, ojo.

Todo ha sido patochada tras patochada. El viernes, el juez impuso una cautelar sin motivar y sin oír a la entidad afectada (Telegram). El lunes, pidió un informe sobre las características, etc. de la plataforma que había bloqueado el viernes y sobre el impacto de esta medida. Una mínima consideración de seguridad jurídica dicta que este informe se tendría que haber pedido antes de tomar cualquier decisión, no después. Porque si el lunes Pedraz estaba pidiendo un informe sobre las características de Telegram, es porque el viernes no las conocía. Es decir, que no sabía lo que estaba bloqueando ni cuál era el alcance real de sus actos. Y después de recibir este informe, a las pocas horas, sin dar audiencia a los querellantes, levantó su propia medida cautelar.

Lo he definido como patochada, pero roza la prevaricación. La prevaricación judicial es un delito consistente en dictar una resolución injusta. No basta con que esta resolución sea debatible o se gane un recurso contra ella, sino que debe ser una decisión grosera, manifiesta, evidentemente injusta. Algo como, por ejemplo, cerrar un canal de comunicación sin motivarlo. Existe incluso la figura especifica de la decisión injusta adoptada por imprudencia grave o ignorancia inexcusable del juez (artículo 447 CPE), que parece adaptarse a este caso como anillo al dedo. Este delito, por cierto, tiene una pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público de entre 2 y 6 años.

Su señoría, que conoce este delito, trata de cubrirse las espaldas diciendo que el hecho de que Telegram lo usa mucha gente solo es notorio desde el fin de semana. Es decir, que el viernes no era algo notorio que Telegram es muy usado (y, por ello, él pudo cerrarla sin incurrir en imprudencia grave o ignorancia inexcusable), mientras que el lunes ya lo era. La notoriedad se la habría dado, precisamente, la difusión en prensa del auto en el que ordenaba el cierre.

Eso es falso. Telegram es la segunda aplicación de mensajería más usada de este país, se menciona todo el rato en la prensa, y Pedraz debería haberlo sabido. Y si no lo sabía, debería haber preguntado antes de suspenderla, no después: teniendo en cuenta que el informe tardó unas pocas horas, no parece que pedirlo el viernes en lugar del lunes hubiera retrasado demasiado el procedimiento.

Ya para cerrar, voy a mencionar dos puntos que me parecen especialmente interesantes. El primero es que me fascina lo desconectados que están los jueces de la realidad. Después de un año de procedimiento, Santiago Pedraz aún ignoraba qué cosa es Telegram y exactamente cómo funciona el sistema de pirateo que estaba investigando. Y aun así seguía haciendo su trabajo, con la tranquilidad que da el saber que son sus dos huevos gordos los que mandan. En este artículo especulan con que Pedraz no sabía lo que era Telegram y debía pensarse que era una suerte de eMule. La verdad es que esta es la única interpretación que da sentido al sainete.

El segundo es que España ha descubierto que el juez Pedraz no sabe escribir. En las menos de 130 palabras de la «motivación» para cerrar Telegram hay repeticiones, frases demasiado largas y varias erratas. La última oración ni siquiera se entiende. ¿Qué cuernos significa «La medida proporcional ante la gravedad de la conducta denunciada y en este análisis relacionarse con le necesidad de la medida»? Parece un añadido al diálogo aquel de la parte contratante de la primera parte.

Por desgracia, tengo algo que decirle a España: no es cosa de Santiago Pedraz. Los jueces, o en general los operadores jurídicos, escriben muy mal. Estilo plomizo, subordinadas eternas, párrafos que no se sabe a dónde van… A veces citan páginas enteras de otras sentencias, hasta el punto de que no sabes cuándo termina la cita y vuelve a empezar la argumentación principal. Otras, copian literalmente las partes que les interesan, sin marcarlas como citas. Si el texto ese parece escrito por una IA es porque quizás lo escribió otro juez hace tres décadas y ha ido pasando de sentencia en sentencia, deformándose en el proceso. Esa es la razón por la que soy tan escéptico hacia la simplificación del lenguaje burocrático: que la tendrían que aplicar estos prendas.

En fin. De momento, parece que la comedia se ha acabado. Santiago Pedraz ha hecho el más espantoso de los ridículos y Telegram no cierra. Da tranquilidad pensar que esta banda está a cargo de juzgar delitos graves, ¿eh?

 

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jueves, 21 de marzo de 2024

Punitivismo

El populismo punitivo es una corriente que nunca acaba de morirse. Parece que lo tenemos controlado y de repente explota. ¡Más delitos, penas más altas, menos garantías! En los últimos tiempos, tenemos un alimentador notable de ese discurso debido a la presencia en El Salvador de Nayib Bukele, cuya bárbara política criminal parece haber conseguido un éxito temporal (al menos si no miras que las cifras de homicidios ya estaban descendiendo, y no miras demasiado tampoco las cifras de otros delitos) a cambio de tener a peña estabulada sin derechos ni pasar por delante de un juez.

Periódicamente hay quien nos recuerda a los españoles lo bien que nos iría si adoptáramos esa misma política. Por desgracia, no es solo entre la derecha. El asesinato de una cocinera de la cárcel de Mas d'Enric por parte de un preso que ya cumplía condena por el asesinato de otra mujer ha atizado estas ideas entre perfiles aparentemente progresistas y feministas, a alguno de los cuales les he leído cosas como que los delitos sexuales no deben tener atenuantes. Y no pasa una semana sin que vea a alguien opinar alguna barbaridad sobre los delincuentes más graves, la reinserción o las cárceles.

¿Para qué castigamos a la gente? ¿Por qué imponemos penas? Lo creáis o no, los filósofos del derecho y los penalistas llevan siglos haciéndose esa pregunta. Hay una división fundamental entre teorías absolutas y teorías relativas. Las teorías absolutas consideran que la pena es un fin en sí mismo, es decir, que el objetivo de imponer la pena es, precisamente, imponer la pena: castigar al delincuente y restaurar el orden social. Por tanto, la pena debe imponerse siempre, aunque no cause beneficios o incluso aunque cause perjuicios. Estas teorías son las más antiguas y han sido sostenidas por filósofos de honda raigambre, como Kant, pero hoy son poco populares.

Las teorías relativas consideran que la pena debe imponerse como medio para conseguir un fin mayor: la prevención del delito. Y esta prevención, a su vez, puede darse en relación a dos sujetos:

  • En la teoría de la prevención general, el objetivo de la prevención es la comunidad. Al imponer una pena a los culpables, anunciamos a la sociedad que los delitos se castigan y conseguimos, así, que haya menos.
  • En la teoría de la prevención especial, el objetivo de la prevención es el propio sujeto. Cuando le imponemos una pena, lo que buscamos es que no reincida. Y esto se puede conseguir de dos formas: rehabilitándolo (prevención especial positiva) o intimidándolo, recluyéndolo y hasta eliminándolo físicamente (prevención especial negativa).

 

Hoy en día las teorías absolutas, como digo, están un poco desfasadas. Y el debate entre las relativas, aunque sigue, está bastante matizado. En la práctica, la mayoría aceptamos que la pena cumple funciones tanto de prevención general como especial. Incluso hay quien dice que, dependiendo de la fase del proceso penal, se prima una u otra: en el juicio (que es público) prevalecería la prevención general y en la ejecución de la pena (que es privada) prevalecería la especial.

Sin embargo, no todos los sistemas penales funcionan bien para todas las teorías. En concreto, la prevención especial negativa choca con la positiva: inocuizar al sujeto (encerrándolo largas cantidades de tiempo, haciendo penoso su paso por prisión) es justo lo contrario de reinsertarlo y rehabilitarlo. Un sistema enfocado hacia una de estas finalidades no será efectivo para la otra y viceversa. La tentadora idea de centrar la reinserción en delincuentes primarios y delitos leves y la intimidación en reincidentes y delitos graves es complicada de ejecutar, por diversas razones (1).

La idea de reinserción como finalidad de la pena se popularizó durante los años 60 y 70. Cuando España aprobó su Constitución, en 1978, al concepto ya se le empezaban a ver los problemas, como por ejemplo:

  1. No se puede reinsertar a un sujeto contra su voluntad, por lo que establecer la rehabilitación como fin de la pena solo sirve si el reo colabora.
  2. Es muy clasista considerar que todos los delitos proceden de personas con problemas sociales. Los delitos de corrupción o los delitos contra la seguridad vial las cometen personas plenamente insertadas en la sociedad, por lo que la idea de rehabilitación es absurda en su caso.
  3. Reinsertar a alguien en una cárcel es francamente difícil, porque vivir encerrado no enseña a vivir en libertad. En este caso, el objetivo de la reinserción choca con el propio lugar donde se ejecuta la pena.

 

A pesar de ello, el artículo 25.2 establece que «las penas privativas de libertad (…) estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social», y añade algunas garantías para que así suceda: las penas no pueden consistir en trabajos forzados y el condenado goza de sus derechos fundamentales (salvo los que sea necesario limitar), así como del derecho a un trabajo remunerado, a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad. Este artículo está incluido entre los derechos fundamentales.

Es por todo esto que en España se considera que la reinserción no es tanto un objetivo de la pena (a pesar de la previsión constitucional) como un derecho del penado (2). El reo tiene que tener a su alcance las herramientas necesarias para su rehabilitación, y de él depende aprovecharlas o no. Este mandato se proyecta sobre todos los elementos de la pena: duración, lugar de cumplimiento, régimen de vida, cancelación de antecedentes penales y, sobre todo, medios de tratamiento.

Pero claro, hay un problema, y es que esta regulación, perfectamente razonable, es muy complicada, cuesta mucho dinero y, como su ejecución depende de muchas personas, a veces se cometen errores y pasa lo que no tendría que pasar (como que un tío condenado por apuñalar a una señora acabe trabajando en una cocina con otra señora). Es mucho más fácil ir a lo grueso: penas más altas, menos flexibilidad, menos tratamiento. A la mazmorra y a tirar la llave. Este punitivismo, que se aplica porque es facilísimo, entronca con las ansias de sangre de una parte importante de la población, que acaba aplaudiendo cada castigo ejemplar y diciendo «ya lo sabía yo» cada vez que una medida rehabilitadora falla.

El punitivismo es, por encima de todas las cosas, una ideología extremadamente infantil, que se queda en el aquí y en el ahora y no piensa en las consecuencias de sus actos. Cuando presencia un delito quiere castigos grandes, inmediatos y aparatosos (pena de muerte, cadena perpetua a pan y agua, trabajos forzados, antecedentes eternos) aunque dichos castigos vayan a producir más mal que bien. Es una versión paleta de las teorías absolutas de la pena: sanciones graves caiga quien caiga.

El punitivista hace una división binaria entre buenos y malos. Los buenos son él y sus conocidos, la sociedad biempensante. Los malos, todos los demás: el lumpen, la clase baja, los inmigrantes, los políticos (término que suele querer decir «los políticos que no sean de mi cuerda»), quien sea. Estas personas son malas por naturaleza, por lo que la reinserción es inútil. El delito no es un fenómeno complejo con mil causas y mil factores, sino una prueba de maldad, el gatillo que nos permite, como sociedad, castigar a una persona que ya era perversa antes de alzar el cuchillo o poner la bomba.

Si nosotros somos buenos y ellos son malos, podemos infligirles toda clase de padecimientos. Ver un diálogo entre punitivistas da cierta fascinación morbosa: cada cual la suelta más gorda que el anterior, intentando destacar su propia virtud, ciego al hecho de que están exigiendo auténticas barbaridades. Cosas que le ponen, de hecho, al mismo nivel moral que el delincuente cuyas maldades deplora. En especial cuando ellos mismos se ofrecen a ser ejecutores de las medidas, cosa que pasa con no poca frecuencia.

Si uno intenta cortar este desbarre hablando de los derechos de los presos, suele obtener siempre respuestas similares. Una popular es «¿y los derechos de la víctima qué?» Los derechos de la víctima los vulneró el delincuente, y por ello le estamos castigando. Convertir ese castigo en una tortura no reparará más a la víctima ni será mejor en ningún sentido. Otra contestación común, aunque a mí me aterroriza, es «Si cometes ciertos actos no eres humano y no tienes derechos humanos». Al margen de otras consideraciones, esta respuesta muestra como ninguna la profunda infantilidad de esta ideología. Negar humanidad a quienes cometen delitos que nos repugnan es tener una visión pueril y dulcificada de lo que es la humanidad. Sí, los genocidas, terroristas, asesinos y violadores son tan humanos como tú, porque la humanidad ha demostrado ser capaz de todas esas atrocidades y más.

Por último, este enfoque es totalmente inmune a las consecuencias de sus ideas. Cuando se le señala que estas políticas no reducen los delitos ni contribuyen a la prevención, el punitivista salta con variedades de «ese ya no delinque más». Lo cual, claro, no sirve de nada. Porque ese ya no delinquirá más, pero, salvo que lo mates, cuando salga va a estar completamente desocializado y, de hecho, sí delinquirá más. Y si lo matas o no lo dejas salir, la prevención general se nos va al carajo: ante la posibilidad de que algo así le pase a él, cualquier delincuente va a preferir escalar la situación y no dejar testigos. Como de hecho pasa en territorios con pena de muerte y demás, que increíblemente no han reducido sus delitos graves.

Esto último nos muestra que la ideología punitivista no solo es infantil, sino también peligrosa. Provoca crímenes más violentos, cometidos por personas que tienen menos que perder, y que, por tanto, nos amenazan más a todos. Por no hablar de que los condenados son el canario en la mina de los derechos fundamentales: por ellos empiezan siempre todos los recortes de libertades. Un Estado adscrito a la ideología punitivista es un Estado más fuerte, con menos controles y con más presencia policial. Algo que se puede volver muy fácilmente en contra de todos los biempensantes que nunca soñarían con cometer un delito.

Es muy fácil caer en el punitivismo. Ante hechos horribles, lo que nos pide el cuerpo es que el autor sea castigado con el más terrible de los sufrimientos. Hacer un ejercicio de empatía, pensar que nosotros mismos podemos delinquir en algún momento (no hay buenos y malos, hay personas que han delinquido y personas que no) y valorar las consecuencias de las políticas que defendemos es algo mucho más difícil, y requiere una serenidad que en caliente es difícil tener.

Pero es necesario. Nos lo jugamos todo.

 

 

 

 

 

 

(1) Desde que la esfera más punitiva acaba por absorber a la más rehabilitadora hasta que no parece muy justo tratar distinto a dos delincuentes que han cometido el mismo hecho solo porque uno es reincidente y el otro no.

(2) De hecho, los tribunales se han negado a levantar o a no imponer penas a personas que estaban ya rehabilitadas.


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lunes, 11 de marzo de 2024

Constitucionalizar el aborto

Francia ha constitucionalizado su derecho al aborto. El 8 de marzo de 2024, día de la mujer, se proclamaba solemnemente la entrada de la interrupción voluntaria del embarazo en la Carta Magna del país vecino. Vamos a ver qué ha pasado y cuáles han sido las reacciones en nuestro país, porque, por supuesto, aquí ya se han levantado voces (entre la izquierda) diciendo que deberíamos hacer lo mismo.

Esta historia no comienza en Francia, sino en EE.UU. La Constitución de EE.UU. es la segunda Constitución más antigua en vigor (1). Aunque se ha reformado en múltiples ocasiones, es un texto viejo y caduco, poco adaptado al cambiante siglo XXI. Su declaración de derechos, introducida a golpe de enmiendas, es incompleta y fragmentaria: no es solo que no reconozca derechos sociales, económicos o digitales, sino que algunos de los derechos del programa clásico liberal (como la libertad de circulación) están ausentes. Pero ojo, que la Enmienda IX contiene una cláusula de salvaguarda: «Que la Constitución enumere ciertos derechos no debe interpretarse como que niega o menosprecia otros que retiene el pueblo».

Desde 1791 que se introdujo esta enmienda han pasado más de dos siglos, y uno puede imaginar la cantidad de leyes y sentencias judiciales que han ido de un lado para otro intentando determinar cuáles son esos derechos que «retiene el pueblo» o, ya que estamos, intentando derivar derechos modernos del antiguo texto constitucional. Hay que entender que en este proceso está implicado también el reparto competencial entre la Federación y los Estados, reparto que tampoco está bien definido en la Constitución. Cuando el Tribunal Supremo dice que tal cosa es un derecho, está diciendo que es competencia de la Federación, y que es el Congreso de los EE.UU. quien debe dictar leyes para desarrollarlo. Cuando dice que tal cosa no es un derecho, está renunciando a la competencia federal y diciendo que cada Estado lo puede regular como quiera.

Eso sucedió con el derecho al aborto. La famosa sentencia del Tribunal Supremo Roe vs. Wade (1973) había hecho derivar de la Enmienda XIV (que prohíbe privar a nadie de su vida, libertad y propiedad sin un debido proceso legal) un derecho a la intimidad, que como tal no está enunciado en la Constitución. De ese derecho a la intimidad, a su vez, se derivaba un derecho al aborto de la mujer, que quedaba configurado en tres trimestres: en el primero era libre, en el segundo los Estados podían establecer regulaciones sanitarias, en el tercero los Estados podían prohibirlo salvo riesgo de la madre o del feto.

La cosa quedó así durante casi 50 años, pero en 2022 un Tribunal Supremo conservador anuló Roe vs. Wade y decretó que el aborto no era un derecho. Es decir, que los Estados podían hacer lo que les diera la gana en esta materia, incluyendo prohibirlo totalmente. Varios lo hicieron de inmediato. El impacto de esta decisión fue notable, por una razón: demostró que basar el derecho al aborto en la interpretación que haga un tribunal de la Constitución es muy mala idea. Lo que un Tribunal (Supremo, Constitucional, el que sea) ha hecho otro lo puede deshacer. Es necesario incluir el derecho al aborto, de forma textual, en la Constitución.

Esto es lo que hizo la semana pasada el Parlamento francés. A mí me sorprendió, porque la Constitución francesa, extrañamente, no tiene una declaración de derechos, como sí la tienen casi todas las demás. Lo paradójico es que fue un texto francés, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, quien dijo que «una sociedad en la que no están garantizados los derechos ni determinada la separación de poderes carece de Constitución», que es una de las definiciones más básicas de Constitución que hay: una lista de derechos y una regulación institucional de los tres poderes.

La Constitución francesa carece de esa primera pata. Remite para suplir su falta a otros textos, como la ya mencionada Declaración de 1789, el preámbulo de la Constitución de 1946 y la Carta del Medio Ambiente de 2003. El problema es que esos textos están ya cerrados. ¿Dónde va a insertarse un derecho al aborto? Pues al parecer en el artículo 34, que contiene un extenso listado de competencias del Parlamento. En cuanto se publique la reforma, este artículo 34 dirá que «La ley determina las condiciones en las que se ejerce la libertad garantizada a la mujer de recurrir a una interrupción voluntaria del embarazo”.

Según esta adición, la mujer tiene libertad de interrumpir el embarazo, y es la ley la que debe establecer las condiciones. Apunta hacia un sistema de plazos, no de supuestos: el aborto es un derecho de la mujer, no una gracia que te concede un médico en ciertos casos. Y ha votado a favor básicamente todo el mundo. En la votación final, realizada por todos los diputados y senadores reunidos en una única cámara, la propuesta ha salido por 780 votos a favor, 72 en contra y 50 abstenciones. Ha votado a favor toda la izquierda y una mayoría significativa de la derecha. No existe ningún grupo parlamentario que haya votado en contra o que se haya abstenido: en todos ellos hay mayoría o unanimidad de votos a favor y solo en algunos hay unos pocos en contra o abstencionistas. Es un consenso sin precedentes.

¿Y en España? En España bien, gracias. El año pasado el Tribunal Constitucional, en dos sentencias históricas, consideró que el aborto era parte del derecho fundamental a la integridad física y moral de la gestante. Es decir, que nuestro máximo intérprete de la Constitución consideró que esta garantizaba el aborto. Estas sentencias proceden, igual que la reforma de la Constitución francesa, de la oleada de acojono ante la anulación de Roe vs. Wade en EE.UU. Pero son exactamente igual de débiles que Roe vs. Wade: la doctrina que ha establecido hoy el Tribunal Constitucional, mañana puede eliminarla el Tribunal Constitucional.

Por estas razones, Sumar ha lanzado una propuesta para introducir el aborto en la Constitución, de forma similar a Francia. No hay aún texto concreto, pero no le auguro un recorrido muy largo. Hace unas semanas se ha aprobado una reforma de la Constitución en materia de personas con discapacidad, y comentábamos lo larga que ha sido la tramitación, debido a la oposición del PP. Remito al artículo del mes pasado para el razonamiento completo, pero la conclusión es: hoy, en España, necesitas al PP para sacar adelante cualquier reforma de la Constitución. Si ellos se oponen (y es más que previsible que van a hacerlo), no dan los números y la modificación constitucional no se hace.

Pero hay un segundo obstáculo, menos notorio. La Constitución tiene dos procedimientos de reforma, dependiendo de la materia de que se trate:

  • En el procedimiento general, las Cortes tramitan la reforma y la aprueban sin más.
  • En el procedimiento agravado, para cosas que requieren un nivel extra de acuerdo, es necesario disolver las Cortes, convocar elecciones y que las nuevas Cortes tramiten la reforma.

 

¿Cuál de estos procedimientos debe seguirse? Eso depende de dónde quisiéramos colocar el párrafo sobre el aborto. A mi entender, el lugar sería entre los derechos fundamentales, más en concreto en el artículo 15, que protege el derecho a la integridad física y moral. Este derecho, según el Tribunal Constitucional, es la base jurídica del aborto, así que la ubicación es lógica.

El problema es que esta es justo una de las secciones de la Constitución que requieren procedimiento agravado. Para meter el aborto entre los derechos fundamentales sería necesario convocar elecciones, y no parece que Pedro Sánchez, en plena negociación de la amnistía, esté muy por la labor. Ese es el segundo obstáculo: que el PSOE va a vetar cualquier proceso que implique convocar elecciones. De hecho, si en el PP hubiera alguien con un mínimo de maquiavelismo, presentarían ellos la propuesta y se sentarían a ver cómo el PSOE justifica su voto negativo.

Queda la opción de incluir el derecho al aborto en otra sección que no exija usar el procedimiento agravado, como entre los derechos no fundamentales o entre los principios de la política social y económica. Esta posibilidad no requiere convocatoria de elecciones, pero aboca al aborto a un menor nivel de protección: los derechos fundamentales no solo se llaman así porque haga bonito, sino porque tienen un nivel de protección mayor que el resto de derechos y principios: se desarrollan por ley orgánica, existen procedimientos más rápidos para demandar por su incumplimiento, puede recurrirse al Tribunal Constitucional, etc.

Es cierto que hay derechos no fundamentales que tienen algunas de las protecciones de los fundamentales (la igualdad y la objeción de conciencia militar). Pero no todas. Además, debido a la sistemática de nuestra Constitución, requeriría ya reformar dos artículos, uno para introducir el derecho y otro para regular su nivel de protección. Todo por tacticismo y politiquería. A poco que nos pongamos serios, lo único lógico es lo que he sugerido al principio: colocarlo en el artículo 15, como parte del derecho a la integridad física y moral. Cualquier otra opción es solo para evitar la convocatoria de elecciones.

Así que no, aun en el muy improbable caso de que el PP dijera que sí, no creo que tengamos pronto el aborto en la Constitución. Como siempre, mil quinientas palabras para decir lo que todos sabíamos: que, con esta derecha y con este PSOE, no vamos a ninguna parte.

 

 

 

 

 

(1) La primera es la de San Marino, escrita en latín en 1600.

 

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